viernes, febrero 06, 2009

¡Qué muralla tan grande!

Venga Felipe, ¡qué no puedes dar un paso sin dolor! Cada sueño que se cumple duele, cada alegría cotidiana, duele, cada tristeza, duele, cada amor, duele.

Hace un par de semanas trabajar para la Agencia Efe era un sueño. Te veías el súper periodista, la cabeza en alto, los dedos ágiles, el pensamiento tranquilo. Las ganas como siempre de hacer todo, y de superarte a cada paso. Después El Colombiano, Medellín, calor, familia, Susana, las viejas calles.

Esta vez el paso fue aceptado, llegar al Colombiano dejó de ser frustración y en un abrir y cerrar de ojos te dijeron: ¡Queremos que trabajes con nosotros! Pasaste miles de pruebas hasta llegar allí, miles de segundos pensando en lo importante que sería, en la nueva vida de la vieja villa. Sabías que no fue la ciudad la que cambió, sino vos el que te volviste visitante. Y quisiste seguir.

Pero esa afortunada llamada: “Hola Felipe, soy Rosa Mengotti de la Agencia Efe. Creíste que nos habíamos olvidado de ti, pero llamo para darte buenas noticias, has sido elegido para trabajar con nosotros”.

Joder, que todo puede pasar cuando una moneda cae. Sabía que aceptaría, lo había pensado miles de veces y me sonreía cada que lo imaginaba. Y en ese instante lo estaba viviendo. “Tu contrato empieza el 20 de febrero, así que necesitamos que para ese día hayas hecho algunas capacitaciones. Ven, pero tú ya estás trabajando?

“No señora Mengote – respondí. Yo estoy en Medellín pero no estoy trabajando, así que viajaré entre el 12 y el 15 de febrero para estar allá ese día.”

“Trata de hacerlo antes, pero entonces llámame el lunes porque veo que estas fuera”.

“Hasta entonces”. Veinte segundos para cambiar vidas.

Ahora tengo miedo. Mañana, cuando sería mi primer día de trabajo en el soñado periódico El Colombiano, iré a decir que renuncio. Mierda, que la felicidad completa nunca me acompaña. Esa puerta ahora está cerrada y espero que alguna vez, si la llego a necesitar se vuelva a abrir. Ahora en Medellín he tachado la única casa en la cual pude haber vuelto a vivir.

Me voy, de nuevo me voy. Esta vez igual de afligido pero con un camino más seguro. Viajaré en avión, el primero que pagaré. Sonreiré al decolar y se ensombrecerá la mirada al pisar Bogotá. De nuevo tristeza y soledad pero más periodismo. La decisión está clara: pude quedarme escribiendo para Medellín, o irme a Bogotá a ser parte del flujo de información mundial. En ese entonces seré experto en crisis económicas, presidentes latinoamericanos, las tragedias diarias. Escribiré en inglés como si supiera, pondré mis piesitos en otros países. Cualesquiera sean.

¡Que muralla tan alta!, me dijo mi papá. Que miedo ir a decir al Colombiano que esta vez es Felipe el que no quiere trabajar para ustedes. Que les estoy cobrando una vieja deuda por culpa de la Yarce.

¡Pero que agilidad la mía!, terminó de decir mi padre. Venga Felipe, duele pero en poco tiempo, febrero 20, serás otra persona. Brindo por vos, así ya no estés en esta hermosa ciudad, con hermosas mujeres por doquier. Por la Juli, que hermosa, pero que solo será una gran amiga. Por lo que tienes que aprender, por lo que tienes que ganar. Porque tendrás que trabajar muy duro, esforzarte como el que más. Esta vez no puedes morir en seis meses. Venga Felipe, salud. Sos muy grande, no llorés mi parcero, que la vida te ha mostrado su mejor cara, y solo es quitarle el velo. Mañana a esta hora, 2 de febrero, nos reiremos. Te felicito mi pipe, ¡qué agilidad!

jueves, febrero 05, 2009

Adrián

29 de enero de 2009

Hola soy yo. Me llamo Felipe Torres, disculpa que en la mañana no me haya presentado y que de pronto te haya hablado bastante duro. También estaba demasiado nervioso, viviendo mi propia pesadilla. Con el alma partida, con todo el miedo del mundo y con rabia por tanta indiferencia de algunos, mezclada con la incapacidad de otros.

No fue el mejor momento para conocernos, me hubiese gustado que tuviéramos toda una vida para conversar, que me contaras mucho más que tu nombre, los 19 años, ningún hijo, tu mamá. Pero te metiste allá en ese rincón.

Te cuento que mi despertar fue bastante bonito. Yo duermo en un undécimo piso, con las ventanas abiertas y las cortinas recogidas para que el sol me visite todas las mañanas. Sin embargo hoy no fue el dios Apolo el encargado de darle fin a mis sueños. Mi abuelo necesitaba que lo llevara al puente del Pandequeso porque iba de viaje. Lástima que hoy no viajó conmigo, si lo hubieras conocido hasta te habría caído bien y hasta de pronto la historia fuera diferente.

El cuento es que al despertarme todavía era de noche. Por la ventana se veían miles de luces. Sonreí, supuestamente hoy iba a conocer a una mujer espectacular de la que mi tía Cecilia me habla cada tanto. Hice algunas vueltas, volví a la casa, dormí, mi abuela me despertó, bromeamos, mi papá me hizo desayuno, mi tía Gloria me hizo miles de preguntas. Un día normal, pero feliz desde que volví a esta ciudad.

Con mi papá, un señor que no creo que hayas alcanzado a ver, y con mi abuela salimos para la finca, un potrerito en Versalles, cerca de Santa Bárbara. Seguro que vos la conoces. Antes de coger la cabrilla oré un poco a un Dios que hace mucho había olvidado pero del cual suelo acordarme algunas veces: “Inspírame Señor el gesto y la palabra necesaria frente al hermano sólo y desconsolado. (No sabía lo necesario que sería). Darme nervios de acero, capacidad de reacción y evítame que vaya a herir a alguna persona o a mi mismo, por alguna imprudencia”. Ahora que lo pienso la oración fue acertada. Premonitoria.

Fuimos a Mayorca, hicimos unos enredos y tomamos el camino que nos cruzó con vos. Hacía mucho rato no conducía un carro y créeme que siempre lo trato de hacer con mucha prudencia. En Caldas me llamó mucho la atención el bus de la empresa Galaxia. Había parado a recoger pasajeros pese a que, según entiendo, eso está prohibido para los buses interdepartamentales. No lo pude adelantar y con lo estrecha que es esa carretera tuve que caminar bastante rato tras él. Le comenté a mis dos compañeros de viaje que ese bus no debería llevar la puerta abierta y mucho más arriba lo sobrepasé.

Después alcancé una tractomula que iba bastante rápido. – Eso es que va vacía- dijo mi papá, mientras que yo acoté, innecesariamente, que a lo mejor solo llevaba unos dos o tres kilos de coca. Cuando estaba a punto de sobrepasarla mi papá me advirtió que no lo hiciera porque teníamos que parar a comprar unos huevos. Así lo hice y creo que fueron esos pocos minutos ahí los que me pudieron salvar…

El bus de Galaxia pasó, la señora de los huevos decidió venderlos, una olla cambió de dueños y de nuevo en marcha. No iba rápido y sobrepasé una luv 2300 blanca. Ahí fue cuando me encontré con la moto que me hacía señas y la tractomula. Me alcancé a molestar un poco y acaso 200 ó 300 metros más adelante empecé a ver rodar las cebollas cabezonas. Vi el bus de Galaxia contra el barranco y unos discos en formato LP sobre el piso. El ayudante sangrando pidiendo ayuda.

Mucho gusto, yo soy Felipe Torres.

A lo mejor cuando yo me levantaba, cinco horas antes, como en los cuentos de hadas, vos ya llevabas varias horas de trabajo, un desayuno, algunos cigarrillos, acaso unos chistes con tu compañero (nunca dijiste cómo se llamaba). El carro con cebolla, tal vez un poco de sueño. La historia de cómo llegaste a cruzarte conmigo no la voy a saber. Debiste pagar el peaje, tal vez ponerle volumen al vallenato de “que bonita es esta vida”. Llegaste al Alto, un poco apurado, o tranquilo, saludaste. Todo puede ser.

Y empezó el descenso cuando yo estaría comprando los huevos. ¿Qué pasó? ¿Frenos, dirección, un sobrepasó como dice la versión…? imposible saberlo. Yo creo que tuviste alguna falla mecánica porque un sobrepaso en ese sitio, con un camión cargado y a una tractomula es un tiro al aire que uno no se suele jugar. Tal vez sí, a los 19 años la vida es otro cuento. Yo también quisiera tener cinco años menos, pero con la experiencia, la prudencia y los conocimientos, muy menguados todavía, que tengo ahora.

Cuando te vi con medio cuerpo colgando, la sangre corriendo -esas palabras de “amá ayúdame, amá”, que me acompañarán por siempre-, me sentí en una pesadilla. Lo primero que hice fue llevarme las manos a la cara y devolverme al carro para decir, “ese man se está muriendo allá”. Traté de que mi abuela no te viera porque hace muchos años, cuando vos eras un bebé –y yo un niño-, ella perdió un hijo en idénticas condiciones. No lo pude evitar y luego de devolverla al carro volví a subir, sin saber lo que vendría.

Cuando vi que amarraban lazos y tenían carros dispuestos a jalar sentí que no había vuelta atrás. Sabía que no era lo recomendable pero tus lastimeras palabras de “ayúdenme” obligaban a pensar en algo. Fui ahí cuando nos vimos. Esa historia la sabemos vos y yo.

Acordate que mientras terminaban de organizar para tirar del carro me acerqué a vos. – Parcero, cómo te llamas. – Adrián, y de nuevo pedías ayuda. – Mirá Adrián, te dije como si fuera un experto, si sentís dolor cuando estén jalando el carro me decís y ahí hacemos parar.

Al primer embate los gritos fueron terribles. Imposible jalar. Me acerqué, te di la mano y fue ahí cuando alcancé a ver los pies, ya sin vida, de tu compañero de viaje.

- Adrián todas las personas que hay aquí vamos a trabajar para salvarte. No te vas a quedar dormido… ya no te estaba hablando, sino gritando. Te di la mano y empezamos a conversar. Yo soy periodista y habló como un parlanchín, aunque nunca digo nada.

La sangre empezó a correrte con la saliva pero las heridas no eran más que rayones por los vidrios del panorámico. Me dolía mucho cada vez que volteabas los ojos y como que te ibas. Ahí de nuevo te gritaba que no te durmieras, que mucha fuerza, que no te desesperaras porque ibas a estar bien. Te prometí que no te íbamos a dejar morir. Pero estabas colgando de la cabeza y atrapado de los pies. En ese momento sabía que si tenías otra oportunidad de vivir nunca volverías a caminar. Era imposible que tus pies se salvaran.

Mientras tanto la gente empezó, con la fuerza que las manos le permitían, a desdoblar las latas del turbo rojo que manejabas y lentamente ibas cayendo a mis brazos. Para tener 19 años estabas bien alimentadito y casi te dejo caer cuando te desaprisionaron. Sentí el sudor de tu cuerpo, la sangre, los vidrios, sentí que tu pie derecho, más arriba de la rodilla, estaba partido en pedazos. Era lo mínimo que te podría pasar.

En el asfalto me sobresalté al pensar que ibas a vivir, que esa desnudez que tenías en ese momento iba a seguir siendo vida, que esos rayones en tu piel serían alguna vez cicatrices. Aunque tu pie, nunca más sería tu pie. Te negué agua y después de mucho pedir un carro que te llevara apareció ese Turbo, idéntico al que vos manejabas. – Vamos señores que Adrián está de afán, así que ayúdenme a levantarlo a la voz de una, dos y tres.

Te lamentabas por tu pie mientras acercaron la compuerta que improvisamos como camilla. De nuevo al suelo, la plataforma y para el carro. Ya los ojos no te querían responder pese a que te gritaba con todas mis ganas, te golpeaba la cara… Ya estabas pasando al otro lado. Lamenté mucho no acompañarte y me consolé al pensar que ibas a vivir a ese duro trance. Cuando te anuncié que iba a levantarte un poco la cabeza para ponerte un cojín de protección, y vos mismo te moviste, creí que lo más duro ya había pasado. Pero cuando vi que te ponías bocabajo como para dormir, y no hacías caso a lo que te decía, sabía que de ese rincón no ibas a salir nunca. Dormirte era morirte, es lo único que pensaba en ese momento, y no pude hacer nada para evitarlo. El escapulario sin crucifijo, los zapatos modestos, la caja de cigarrillos, la ropa hecha trizas y una cara desconocida, la mía, que no te quería dejar morir, fue el inventario que tuviste en los últimos segundos.

Me bajé del carro al tiempo que te morías pero me negaba a creerlo. Si Dios existe, te debió recibir de la mano cuando aquí en la tierra yo solté la tuya. Con los nervios destrozados y las lágrimas en la cara te grité las que pudieron ser las últimas palabras que escuchaste: “Vamos Adrián, vos podés vivir, no te vas a quedar dormido mientras bajan al hospital”.

Me fui con el optimismo de que ibas a estar bien, de que vivirías y que alguna vez nos volveríamos a cruzar… talvez en otras situaciones, talvez sin ser amigos, sin reconocernos.

Hoy, curiosamente, empecé a leerme el libro “Los doce del Patíbulo”. En sus primeras hojas hay un muerto que nadie, aunque todos quieren, puede evitar. Creía que estabas vivo, que en ese momento una hermosa enfermera te daba los primeros auxilios, te conversaba, te limpiaba las heridas, te curaban el pie izquierdo.

Dormí sobresaltado, almorcé poco y emprendí el regreso talvez unas cinco horas después de haberte despachado para el hospital. Pero vos te me fuiste para otro lado. Pocos carros bajaban por lo que comprobé que el levantamiento del cuerpo de tu compañero no había terminado y que los hierros retorcidos, de donde creí salvarte, todavía no habían sido removidos.

Arriba del peaje empezó la fila de carros y confirmé mis sospechas. Paré a un vendedor ambulante, de esos que se pasean por todos los trancones del país, y le pregunté que sabía del accidente: “Ha llovido mucho entonces no han podido hacer el levantamiento de un muchacho que se mató. Porque el chofer si murió apenas lo mandaron para el hospital”.

Joder!!!! Esas palabras me partieron el alma. Disculpa Adrián que mis conocimientos en materia de primeros auxilios sean tan básicos, hice todo lo que a mi alcance tuve para salvarte la vida. Pero en suerte te tocó un periodista, con los nervios de acero eso sí, que trató de ayudarte. Y ahora pienso miles de variantes que hubieran evitado tu muerte. Si hubiese estado con doña Yaneth, si no te hubiera dejado acomodar en ese rincón del camión, si hubiesen llegados los bomberos, si me le hubiese adelantado al bus y te hubieses chocado contra mi carro… si te hubiese dejado con el cuerpo izado como en las pesadillas.

Ahora solo puedo hacer algunas oraciones, las que no he olvidado, a tu favor. Escribirte esta carta que podrás leer en toda la eternidad que te espera a partir de este 29 de enero y que a mí me liberará de este cargo de conciencia que tengo. La próxima botella de vino la beberé en tu honor para compensar el trago de agua que no te deje tomar, trataré de vivir pensando que talvez yo puedo encontrarme el final de los días en una curva cuando me niegue a comprar huevos. O cuando pare a comprarlos. Dame la fuerza que tenías en tus manos, con la que me golpeaste en el pecho cuando tratabas desesperadamente de salir del carro. Seguro que un puño de esos en una ocasión diferente no lo hubiera resistido. El pecho me dolió durante un rato. Dame los años que no te gastaste, la risa que talvez exhibías cada tanto… tu paciencia, tus buenas intenciones, el amor por los tuyos. Vos eras menor que mi hermano. Imagínate parcero.

En este momento tu mamá, a la que tanto imploraste en los últimos minutos de vida, debe estar destrozada. Tus hermanos si los tenías, tu papá. Tal vez la novia que, al igual que me he sentido yo en los últimos cuatro meses y cinco días, pensará en la pérdida por siempre de su amor. Solo que para ella el “por siempre” es inefable. Hasta siempre mi hermano, Adriancho, acompáñame cada vez que podás. No me dejes dar un mal paso… Estoy seguro que por siempre recordaré este nefasto día. Suerte mi brother.

El regreso (siempre se vuelve)

25 de enero de 2009

El momento soñado terminó siendo un interrogante más. Me devolví para darle calor al alma y pocos metros después de Bogotá me di cuenta que el frío provenía de mi sangre, de adentro.

Y cuando esperaba que la Cornejo estuviera al final de tan largo camino apenas logré unas pocas palabras suyas en las cuales asegura que su vida va muy bien. Y qué injusto. Tanto esperar este momento para que cuando se dio me sintiera como si esta no fuera mi casa de siempre.

Esta ciudad, ahora, tampoco es la mía: la eterna condena a jugar siempre de visitante. Bogotá me hizo sufrir mucho cuando estuve allá, ahora me hace sufrir al desenfocarme del lugar en el cual debo gastar mis días.

Y de nuevo queriendo echar el tiempo atrás. El recordar para no vivir como un ejercicio diario. Que gran vacío el que me has dejado divina mujer. Y que daría esta vida y la otra por compartir de nuevo, ahora y por siempre, todo lo que antes tanto soñamos. Así no sea posible.

“Son las mismas luces que alumbraron con sus pálidos reflejos ondas horas de dolor. Que con indiferencia hoy me ven volver. Errante en la sombra, te busca y te nombra, la Diana: un dulce recuerdo que lloro otra vez.

Tengo miedo del reencuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida. Pero el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Y aunque el olvido, que todo destruye, haya matado mi pequeña ilusión, tengo escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de mi corazón”.