miércoles, enero 26, 2011

Ego

No quiero lavarme el ego pero no he podido resistir a la tentación de copiar en esta entrada un mensaje electrónico que me ha enviado mi compañero, colega y amigo Jorge Quintero, corresponsal de El Tiempo en Cartagena.

Tu abuelo se llama Arsecio…

Lo dijo Bastenier en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, según él, tu has sido sino el mejor, uno de los mejores periodistas que ha pasado por su taller…

Que tal el consentido

Suerte, pásala bueno y saludes a Gamboa, dile que soy un fan de él, y que su libro del Síndrome de Ulises para mí ha sido muy estimulante.

chaoling



Gracias, Parcero.

jueves, enero 20, 2011

A Rosita le adeudo las historias

Yo debería haber sido cura, según los deseos de mi bisabuela Rosita. Como buena matrona antioqueña, ella, la mamá de mi abuelo paterno, tenía en sus largas descendencias un arquitecto, un ingeniero, varios ganaderos, tres queseros, un comerciante, una monja, un policía, un ladrón y un alcalde. El cura le faltaba para su colección de profesiones y yo era el elegido.

Por una mala pasada del destino, Rosita murió pocas horas después de enterarse que me habían expulsado del Seminario Conciliar. Espero no haber sido el detonante de su deceso. Y aunque nunca me he sentido culpable, su muerte me dejó el sabor de una deuda pendiente.

Antes de morir, Rosita se dedicó a tres importantes labores: leer la Biblia, corretear el perro de la finca, magistralmente bautizado con el nombre Dientimocho, y a conseguir público para sus historias, reales o inventadas. En esta labor, mi abuelo Arsecio siempre fue el escudero encargado de mantener el auditorio a los pies de ella: “escuche que mi ‘amá le está hablando”, decía, y no había excusa válida para alejarse.

Al principio, como a mis primos, tíos, tioabuelos, primos segundos y demás fauna familiar, yo me llenaba de pereza cuando tenía que purgar dos horas de mi tiempo de juego como invitado del improvisado auditorio. Hasta que aprendí a escucharla, a amar esas historias fantásticas que contaba. El suplicio se convirtió en placer con los relatos de Nacho, un Hércules criollo que era capaz de llevar sobre sus hombros una mula cargada o levantar una vaca que se había caído en un pantano; o de Nardito, que evadió la muerte al patear una piedra y acabar con la vida de uno de sus enemigos que le apuntaba con una escopeta; o de Luisito y Luisita, una pareja de esposos que compartían, además del nombre, la fecha de nacimiento, que tuvieron catorce hijos y que cogieron la cama el mismo día para morir una semana después con pocas horas de diferencia.

Tres años después, frente a la Universidad de Antioquia, yo escogí estudiar periodismo para contar historias y pagarle a Rosita la deuda pendiente. Además, el puesto de periodista estaba vacante en su listado de profesiones.

Mi deuda ha quedado saldada después de haber reporteado historias para el periódico El Mundo de Medellín, la agencia Colprensa, la revista Semana, y, actualmente, para la agencia EFE, en Bogotá. Mi sed por aprender a contar todas esas historias, sin embargo, no se ha extinguido.

En 2007 participé en el taller de la Fundación Nuevo Periodismo ¿Cómo se escribe un periódico?, con el maestro Miguel Ángel Bastenier. He realizado cursos en línea para aprender el manejo de las herramientas que posee todo aquel que decide enfrentarse a la hoja en blanco para crear sus universos, reporte de la realidad, producto de la ficción o esa extraña mezcla de recuerdo e imaginación.

En esa búsqueda, también decidí emprender los caminos de aprender a escribir ficción y por eso me inscribí para la maestría Escrituras Creativas, de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, que empezará el próximo diecisiete de febrero, cuando espero regresar de México después de una semana dedicada a analizar la relación periodismo y literatura de la mano del colombiano Santiago Gamboa.

Este paréntesis que deseo realizar en mi vida laboral y previo al comienzo de mis estudios de maestría, oxigenerá mi labor como editor en la agencia EFE y me brindará herramientas, de seguro invaluables, para los dos años de preparación que se avecinan.