viernes, julio 26, 2013

I.C.

Y yo bajaba con esa felicidá tan grande que no me alcanzaba tragedia alguna. Una promesa en la esquina de los labios.

lunes, julio 22, 2013

I. C.

Necesitaba de tu ánimo. Una centésima de razón para justificarme. Una sonrisa obligada ante las palabras francesas que pongo en tu boca imaginaria. Tal vez no sea necesaria tu presencia, pero sí crearte a mi capricho y semejanza. De vos solo necesito que existas, porque sé que es lo único que estarías dispuesta a compartirme.

sábado, julio 06, 2013

I.C.

"Y viva mi dolor, y vivas vos; y viva ese poco de amor que me falta y que no podés darme".

Nuevamente, quisiera una sola palabra. Un silencio acaso, esa sonrisa de niña. Sé que el mecanismo funciona, y que si te escribo me escribes, si te hablo me hablas. ¿Y si nunca más te dijera Linda?

Y ver tus fotos en facebook, escuchar mil veces tus canciones de rebeldía en francés. Horas enteras, ahí, ahí, recordar tus palabras y no tener el valor de llamarte nuevamente por miedo a perderte. Repetir la historia. Sentir esa risa afónica, la cara de picardía un martes cuando te entregaba la chocolatina que tanto había planeado comerme. Correr, correr. Tus mensajes electrónicos, aquella noche cruzarnos por primera vez. El incidente de hace ocho días, impotente, en mitad de ninguna parte.

Ojalá esas risas fueran para mí. Saudade!

jueves, enero 17, 2013


A veces siento que camino por parajes que ya he visitado a través de la Literatura. Este paraje es de la novela El amor en los tiempos del cólera.

La memoria  del  pasado  no  redimía  el  futuro,  como  él  se  empeñaba  en  creer.  Al
contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel alboroto
febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue
amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de revelárselo a él ni por correo
ni en persona, ni le alcanzaba el corazón para decirle qué falsos le sonaban los
sentimentalismos de sus cartas después de haber conocido el prodigio de consolación de
sus meditaciones escritas, cómo lo devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba
a su causa la insistencia maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas
de antaño ni ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir
que las tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él,
tan solitarias e irrepetibles sin él.
En uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las
caballerizas la radiola que su esposo le regaló en alguno de sus aniversarios, y que
ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó a la ciudad.
En las sombras de su duelo había resuelto no volver a usarla, pues una viuda de sus
apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin ofender la memoria del muerto,
así fuera en la intimidad. Pero después del tercer martes de abandono la hizo llevar de
nuevo a la sala, no para disfrutar de las  canciones sentimentales de la emisora de
Riobamba, como antes, sino para llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas
de Santiago de Cuba. Fue un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder
el hábito de la lectura que su esposo le había inculcado con tanta aplicación desde el
viaje de bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta el
extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.
Se aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba
con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De vez en cuando oía las
noticias para saber lo que pasaba en el mundo, y en las pocas ocasiones en que se
quedaba  sola en la casa escuchaba con el volumen muy bajo, remotos y nítidos, los
merengues de Santo Doomingo y las plenas de Puerto Rico. Una noche, en una estación
desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y tanta claridad como si estuviera
en la casa vecina, oyó una noticia desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su
luna de miel en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes
de remo por el botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que llevaban:
catorce dólares. Su impresión fue mucho mayor cuando Lucrecia del Real le contó el
relato completo publicado en un periódico  local. La policía había descubierto que los
ancianos muertos a garrotazos, ella de setenta y ocho años y él de ochenta y cuatro,
eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones juntos desde hacía cuarenta
años, pero ambos tenían sus matrimonios respectivos, estables y felices, y con familias
numerosas. Fermina Daza, que nunca había llorado con  los novelones radiales, tuvo que
reprimir el nudo  de lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente,
Florentino Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la noticia.

lunes, septiembre 17, 2012

Adiós

Creo que debía esta entrada, esta foto. Sabía, siempre supe, que iba a llegar el día en que tendría que escribirla. Al contrario a tu llegada, esta vez tengo muy pocas cosas que decir. Que nunca me amaste, es una de ellas.

Soy poco amigo de los adioses, de las conversaciones definitivas donde se cierran balances y al final cada uno agarra por su lado. En mi caso, la última conversación no es necesaria, por lo menos no entre dos. Tal vez debí escribir estas palabras mucho antes, acaso unos días después de que empezáramos nuestra relación y justo el día en que descubrimos las insalvables diferencias entre nosotros.

No tuve el valor suficiente ni cuando supe que estaba repitiendo los mismos errores de siempre, cuando me enteré de que era una persona gregaria en tu vida. Mi balance no es el más favorable tras estos años juntos. Pero sobre todo, tampoco es necesario. Que la vida te guarde y te dé todo lo que esperas.

lunes, abril 30, 2012

Teléfono Roto

—Con que somos nosotros, eh.
—Sí, qué tal!
—Me han hablado tanto de vos que tenía miedo de venir.
—Elizabeth?
—Es que no sabía si me caías bien o mal; o si me deberías caer mal o no.
—Que curioso que nunca nos hubiésemos encontrado con lo cerrado que es el gremio.
—Bueno, se llegó el día.
—Y porque ibas a odiarme, no te hice nada.
—Pero es que si a vos te embiste un toro le coges miedo hasta a los becerros de felpa.
—Va por el lado de Elizabeth.
—Bueno, más o menos, pero no es Elizabeth.
—La amiga de Elizabeth.
—Fue mi novia. Pero no cualquier novia. La Novia, en mayúsculas.
—Pero yo no la conozco.
—Entonces porque sabías que era por ella.
—Elizabeth me ha contado.
—Y qué más te contó.
—No mucho.
—Ella es la hermana del exesposo de Elizabeth.
—De Faber.
—El mismo.
—Aja
—Yo no te puedo decir si odio a Elizabeth. De hecho no sé si hizo algo en mi contra. Te aseguro que a ella no le gustaba mi relación con Natalia, es todo lo que tengo claro. Y sé de algo más que hizo, pero por eso no la debo cargar contra ella. Fue el momento, pero te aseguro que el tiempo que ella no estuvo, yo viví lo mejor de mi vida con Natalia.
—La querías mucho...
—Mirá, yo he vivido 28 años hasta hoy, y te los cambio todos, todos por ese año con ella. No me quedo con ninguno.
(Silencio)
—Pero bueno, la vida sigue
—Yo la vi algún par de veces. Estaba embarazada.
—Sí, se llama Salomé.
(Silencio)
—Yo lo supe apenas hace unos días, cuando me dio por saberlo.
—Sí?
—Me sé desde los apellidos hasta el color de piel.
—Bueno, eres periodista.
—Sí, que vaina. Mejor, experiodista.

lunes, abril 16, 2012

Salomé

Natalia Ortega es madre. Mi Niña Bonita, siempre mi Niña Bonita, es madre. Su hija se llama, se llamó o se llamará Salomé Cardona Ortega. Yo lo supe porque desde hace un tiempo puedo encontrar lo que desee a través de la Internet. Y aún así me atreví a buscar, pese al peligro de saber. Dice Marguerite Yourcenar en Las memorias de Adriano, "Dichosos aquellos que no han abierto los ojos. Una vez abiertos ya no los pueden volver a cerrar". No importa cómo lo supe ni cómo llegue allá. Encontré cuatro fotos de ella, con su mirada de siempre, de niña con miedo que quería saber más. De esa misma copa bebí yo. Volví a ver las luces de su habitación que yo muchas veces apagué. Al enterarme entendí que debía despojarme de toda ella. Han pasado muchos años y yo todavía creía en un encuentro posterior, un par de tragos, algunas palabras y la puerta blanca cerrándose tras nuestra entrada.

Al salir de la oficina me sentía inválido, incompleto; que cada paso sería el último. Y el viaje en moto fue el más irregular, con una velocidad escalofriante mientras cruzaba los barrios para llegar a casa y apenas rodando por la autopista. Llegué a la casa y me di cuenta que no estaba preparado para una situación de emergencia como esta. ni un porro, el mezcal gastado innecesariamente en otra ocasión; no había un mísero cigarrillo para enfrentar el golpe de estado. Encontré tras mucho buscar una vieja botella de vino y le clavé el sacacorchos a la tapa de metal; por el pequeño orificio la desocupé acaso de tres sorbos y me tendí en la azotea a la una de la mañana abrazado a la chaqueta azul oscuro que ella me regaló en un cumpleaños. Y me imaginé su sonrisa otra vez conmigo, su mirada perdida, su olor a frescura; sus manos de Ser y tener, sus labios húmedos; me acordé de los dos desnudos, de los dos en el cine, en la finca. Me acordé de su tatuaje, sus tristezas que me llenaban de amor; sus palabras casi de reproche. Y me quedé desnudo en la azotea, a la una de la mañana, porque ya no tendría cómo cubrir mi realidad al amparo de sus recuerdos. De verdad, ya no había esperanzas. Y yo era un palo seco que no podía llorar. Ni siquiera emborracharme porque al otro día me esperaba el laburo. Hasta hoy todo valía la pena si alguna vez nos volvíamos a encontrar en un bar, nos tomábamos un par de tragos y la puerta blanca se cerraba tras nuestra entrada triunfal.