lunes, abril 16, 2012

Salomé

Natalia Ortega es madre. Mi Niña Bonita, siempre mi Niña Bonita, es madre. Su hija se llama, se llamó o se llamará Salomé Cardona Ortega. Yo lo supe porque desde hace un tiempo puedo encontrar lo que desee a través de la Internet. Y aún así me atreví a buscar, pese al peligro de saber. Dice Marguerite Yourcenar en Las memorias de Adriano, "Dichosos aquellos que no han abierto los ojos. Una vez abiertos ya no los pueden volver a cerrar". No importa cómo lo supe ni cómo llegue allá. Encontré cuatro fotos de ella, con su mirada de siempre, de niña con miedo que quería saber más. De esa misma copa bebí yo. Volví a ver las luces de su habitación que yo muchas veces apagué. Al enterarme entendí que debía despojarme de toda ella. Han pasado muchos años y yo todavía creía en un encuentro posterior, un par de tragos, algunas palabras y la puerta blanca cerrándose tras nuestra entrada.

Al salir de la oficina me sentía inválido, incompleto; que cada paso sería el último. Y el viaje en moto fue el más irregular, con una velocidad escalofriante mientras cruzaba los barrios para llegar a casa y apenas rodando por la autopista. Llegué a la casa y me di cuenta que no estaba preparado para una situación de emergencia como esta. ni un porro, el mezcal gastado innecesariamente en otra ocasión; no había un mísero cigarrillo para enfrentar el golpe de estado. Encontré tras mucho buscar una vieja botella de vino y le clavé el sacacorchos a la tapa de metal; por el pequeño orificio la desocupé acaso de tres sorbos y me tendí en la azotea a la una de la mañana abrazado a la chaqueta azul oscuro que ella me regaló en un cumpleaños. Y me imaginé su sonrisa otra vez conmigo, su mirada perdida, su olor a frescura; sus manos de Ser y tener, sus labios húmedos; me acordé de los dos desnudos, de los dos en el cine, en la finca. Me acordé de su tatuaje, sus tristezas que me llenaban de amor; sus palabras casi de reproche. Y me quedé desnudo en la azotea, a la una de la mañana, porque ya no tendría cómo cubrir mi realidad al amparo de sus recuerdos. De verdad, ya no había esperanzas. Y yo era un palo seco que no podía llorar. Ni siquiera emborracharme porque al otro día me esperaba el laburo. Hasta hoy todo valía la pena si alguna vez nos volvíamos a encontrar en un bar, nos tomábamos un par de tragos y la puerta blanca se cerraba tras nuestra entrada triunfal.



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